La educación es un pilar fundamental para la convivencia
en cualquier relación social. Es un principio que admite pocas dudas,
entiendo.
El momento de retroceso que vive este valor en nuestro
país puede ser irreversible
si alguien no le pone remedio a tiempo, y sus consecuencias bastante
previsibles.
La ausencia de formación y conocimiento nos convierte en presas
manipulables lanzadas a la ferocidad desmedida, dispuestos a devorar a quien se
pone en frente en posición distinta.
¿Interesa que sea así? Es más que posible.
Vivimos sometidos al estrés de
necesidad de ver quién utiliza la expresión más gruesa. Quién se
manifiesta de manera más irreflexiva o procura el insulto más abrupto con
interés de alcance
máximo.
Las redes sociales arrojan un panorama alocado donde
una noticia falsa, fabricada para un fin concreto provoca un desfile de modelos
pret a porter ilimitado, en dura competencia por alcanzar el top en la dialéctica pueril.
Los odios furibundos emergen con naturalidad dirigidos
en cualquier dirección sin saber bien si aquello que nos indigna es cierto,
cuando lo que debiera indignarnos es más bien la mentira que lo provoca.
Un chaval hace un montaje de una foto con su cara
coronada de espinas y ofende nada menos que a sentimientos religiosos. Y tal
atrevimiento le lleva a tener que pagar una multa.
Otras personas se ven ante la Justicia por propinar un
dicho tan popular, como mal sonante que también ofende, parece ser, a ciertas sotanas,
y tal vez no a quien las viste sino más bien a quien las porta en lo más íntimo de su
espíritu.
¿Dónde vamos a parar? El noventa y ocho por ciento de los
habitantes de piel de toro son susceptibles de sanción, así que prepárense.
Insultar es una cosa. Opinar otra, donde cada cual debiera
poder expresar lo que crea conveniente, y un dicho que recuerda al altísimo de
manera poco agradable otra diferente.
A mí me ofende que haya gente que se ofenda por estas
cosas, y me ofende que exista la posibilidad de que alguien pueda ser encausado
por tal “ofensa”. Me ofende que traten de engañarme
continuamente. ¿Puedo denunciar mi ofensa? ¿Alguien me
haría caso?
Ni lo sé ni me preocupa.
Si no me gusta algo no le presto la menor atención y punto. No
puedo pretender un mundo donde todo se ajuste a mis gustos, opiniones y
principios, tratando de excluir lo que no me guste.
Ofenderse con facilidad mientras se devora santos de
rodillas a la vista popular para después, según qué casos, no ser precisamente ejemplo de
correspondencia con sus hechos, resulta tan chocante como común.
¿Algunas escenas y opiniones ofenden su espíritu? Pues no
lo miren ni les presten atención. Asunto zanjado.
¿Quién es alguien para erigirse en paladín de la
verdad y moral absolutas e imponer lo que está bien y mal? ¿Cómo es posible
que la Justicia pueda tener en cuenta y atender estas causas?
Si se hace porque la legislación lo exige,
que así será, hay que
decir que hay cosas que serán legales porque se hacen leyes para que así sea, pero
eso no quiere decir que sean racionales, morales ni tengan el mínimo
contenido lógico.
Ofensa a sentimientos. ¡Vivir para ver!
Y todo esto que no es más que una opinión no sé si puede ser
motivo de denuncia.
En este mundo alocado todo es posible
D. Robles
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